Hace hoy un año estaba volando Europa rumbo a Dinamarca.
Once meses allí, apenas acabo de volver y vuelvo la vista atrás para ver lo cerca y a la vez lejos que está aquel momento.
Entendedme cuando digo que tengo una contradición respecto a hablar de Dinamarca. Esa división la tengo conmigo mismo por una parte, y por otra en lo que respecta al blog y a vosotros.
Por un lado, por que no sé hasta que punto quiero hurgar en esta movida. Todavía no hay perspectiva para verlo, está demasiado presente (hace apenas 5 semanas que volví) así que, entendedme bien, quiero dejarlo reposar un poco, dejarlo estar. Por otro, y aún habiendo buenas anécdotas e historias que darían para algún post (ya hablé sobre una de ellas), en general es una experiencia instransferible sobre la que no tiene sentido insistir. Es mucha vida, condensada en poco tiempo, pero me aburriría contarlo, y lo que tiene más tela, os aburriría a vosotros.
Pero no se me ocurre ninguna buena excusa para no contar hoy, al menos, como fueron los días previos a aquel viaje. No porque sea emocionante: sencillamente me apetece soltarlo.
Porque fue una mezcla entre pensar que con 26 años ya no impacta tanto irse a vivir solo al extranjero como si lo hubiera hecho con 20 o 21, y la pura realidad de que era de todos modos la primera vez que lo hacía. Muchos 26 años y lo que queráis, pero coger a solas un avión y hacerse dos mil quinientos kilómetros, como mínimo, impone un poquillo de respeto.
Pero me mantuve plenamente calmado, hasta apenas horas antes de que mis padres me llevasen a coger el tren a Málaga. La primavera anterior fue una sucesión de momentos de euforia, completando paso a paso el papeleo. Pero el momento crítico, es curioso, vino cuando me tocó comprar el billete de avión. Hasta entonces no me había dado cuenta de que realmente me iba, fue, emocionalmente hablando, el paso que más me costó dar. Las maletas estaban ya listas con días de antelación, asi que solo a la hora de la comida del mismo día 21 de agosto, fue cuando empecé a notar los nervios, igual que a su manera, mi padre.
¿El viaje? Largo, sin incidencias notables. Es curioso que sin haber echado apenas fotos, lo recuerdo cristalinamente: en donde y al lado de quien me senté en el tren, cómo nos cambiaron en Córdoba a un AVE cuando el retraso que acumulaba el anterior se hizo excesivo, o como Málaga, para no variar, me recibió con su clásico bofetón de asqueroso y pegajoso calor húmedo de cada año.
La noche la eché en Málaga en el piso de un colega, que me dejó solo ya que él salía de marcha. Y solo me quedé, con mis pensamientos, una noche muy especial, una noche de transición, entre haber abandonado mi casa, y no haber llegado aún a mi destino. Me encontraba en puerto conocido, casi hogar, con la catedral acompañándome, y todo un año de quién sabe qué por delante.
Fantástico el aeropuerto, despierto con mucho tiempo de antelación, bien duchado y desayunado, con cero prisas. E igualmente fantástico el vuelo, con un niño que le preguntaba a su padre si lo ‘amarillo’ de abajo era aún España. Copenhague me recibió lloviendo, tras fallarme una cita con una chica con la que debería haber compartido el viaje en tren, corriendo para no encharcarme, y de nuevo corriendo para cruzar el kilómetro de terminal que aún quedaba por andar hasta a donde podría coger el tren que en tres horas, me debería dejar en mi destino final: Horsens.
Y más fotografías mentales: los canis daneses (existen), que se tiraron todo el viaje viendo películas de mierda en un ordenador, a todo el volumen que podían, o la chavala asiática a la que movieron y se sentó a mi lado, para poder estar ellos cuatro juntos.
Por suerte si hice algunas fotos, en el puente de Storebælt, que une las islas de Fionia y Selandia, y los imponentes molinos de viento: desde el principio presentes, preconizando un año entero que, académicamente hablando, ha estado marcado por energías renovables.
Y entonces, el momento de la verdad. Estando todavía en el tren, ya de pie y con las maletas listas, me pasó justo lo que sabía que me iba a pasar, porque ya me pasó lo mismo siete años antes. La travesía, larguísima, solo, por calles no más conocidas que sobre el plano, hasta llegar a la residencia. Minutos y metros que se hacen eternos, de verdaderos nervios, inquietud, expectación.
Y a continuación, la consolidación de algo solo visto en fotos, algo curiosamente ya repasado en el Google Maps, en el Google Street View: la residencia existe, la universidad existe, Horsens existe.
Dejé el taxi, recogí mis llaves, y encontré mi piso. El que sería mi hogar durante casi un año. Lo que vino inmediatamente a continuación, ya lo conté en su momento.
Lo que vino más adelante, ya lo ire soltando, si encarta. Sin prisas. Nos vemos.
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